lunes, 3 de noviembre de 2014

EL HECHICERO Y ELLA por Judit Rubio Fernández



Me senté como siempre en el sillón, un sillón rojo de cuero.
Era un día de invierno; llovía, hacía frío y no se me ocurrió otra cosa para hacer. Cogí el libro y me acomodé en aquel sillón peculiar.
Empecé a leer, me fundí ante aquellas palabras enlazadas con el sentimiento más profundo…
Estaba desesperada, andaba sin rumbo alguno, buscando una solución. Buscaba una cura para poder sobrevivir a su enfermedad. Visitó a un hechicero, la chica le contó lo que le pasaba. Estaba tan nerviosa que tartamudeaba. El hechicero era un hombre muy sabio y de pocas palabras. Él le dijo:
-          - Color sangre, notables por su belleza, envueltas por el dolor y la muerte.
Ella descolocada no lo entendió, desesperada por encontrar algo que diera el perfil de aquellas palabras, se metió en una casa que se encontró por el camino. Subió unas escaleras y entro en una habitación. Se encontró a una chica sentada en un sillón de cuero rojo leyendo una novela. En una mano tenía la novela y en la otra una rosa. Era una chica de pelo rizado, oscuro y ojos claros. Era delgada y de piel blanca como la porcelana. Ella fue a coger la rosa y la chica la miró a los ojos y tras una pausa le dijo:
-          - No la cojas, te arrepentirás.
Ella la cogió fuerte y con decisión, ella sabía que esa era la cura y no se lo pensó dos veces. Empezó a derramas sangre de la mano. Muy asustada miró a la ventana, había unas palabras escritas, decían:
“Te lo advertí”
Miró a la chica y estaba sentada en el sillón de cuero rojo leyendo la novela. En una mano el libro y en la otra sangre.
Muy asustada le cogió el libro como pudo, se titulaba “La rosa de la muerte”.

JUDIT RUBIO FERNÁNDEZ

3º ESO B

ABISMO Y SOLEDAD por Steffy Lucín



Era un día frío. Las ventanas de mi espaciosa habitación se habían abierto a causa del viento y una pequeña brisa intensa, acariciaba mi cara. Me levanté de la cama para cerrar las ventanas, y al ver las hojas caer de los árboles, me entró en el cuerpo una sensación de soledad. Una soledad inexplicable.
Desayuné e hice lo que solía hacer en días fríos como ese: aventurarme en la lectura.
Fui al sillón de cuero que hay en un rincón de mi habitación, y escogí un libro ya empezado: La  tortura de Liz.
“La pequeña Liz sentía miedo al salir a la calle cuando las temperaturas bajaban. En casa tenía visita, pero la soledad eterna se apoderaba de ella.
Había entrado en un pequeño abismo, que ni ella misma podía explicar.
Era pequeña, y no sabía leer, así que cogió un cómic. Natsu, la protagonista del comic, se sentía aislada del mundo, solo por tener gustos distintos a todos sus amigos. A ella le encantaba el manga, lo ‘anime’, y lo ‘otaku’. Básicamente las series japonesas de dibujos.
Su familia la quería un montón, y ella estaba encantada. Se pasaba los fines de semana encerrada en su mundo japonés, pero al llegar el lunes, y volver al colegio, la pobre Natsu, sentía que no lograba encajar con nadie. A ella le gustaba la poca compañía, y cada vez le gustaba más la fría soledad.
Liz se sintió identificada con esa chica y no quería parar de leer. Le emocionaba”
A mí, me pasaba igual; Liz era única, igual que Natsu. Amaban esa soledad que mucha gente temía,  y amaban tener un pequeño mundo cread solo para ellas. Ese momento de lectura se me pasó increíblemente rápido. Era como si las páginas se pasasen solas y no pudiera dejar de leer.
Pero llegó mi hermana, y se acabó la soledad que tan a gusto me acogía, Cerré el libro y hasta que esa pequeña brisa intensa no vuelva a acariciarme la cara en días fríos…, no sabré nada de la soledad de Liz y Natsu.

STEFFY LUCÍN

3º ESO B

UNA CINTA BASTANTE RARA por Rubén García Fernández



Soplando varias veces seguidas conseguimos por fin sacarle todo el polvo que tenía la vieja cinta de vídeo que nos encontramos la tarde anterior, cuando estábamos limpiando el desván de la vecina siniestra del segundo, hecho que nos ofreció bastante dinero por hacerle varias tareas.

Introdujimos la cinta en el aparato y, en el televisor que teníamos justo en frente nuestro, apareció una especie de cortometraje ya empezado. Aparecían dos hombres, a los cuales no se les veía el rostro porque llevaban puesto un par de pasamontañas negros. Estos extraños hombres iban en una especie de furgoneta, con todos los cristales tintados y demás detalles que hacían que el vehículo tuviese más mala pinta de lo normal. Cuando la cámara, que no tenía una perfecta calidad, enfocaba al parabrisas del coche, se podría apreciar que estas dos personas tenían prisa porque iban a unas grandes velocidades. Era como si estuviesen persiguiendo algo, o algo similar. Comenzaron los dos a hablar, pero no se entendía nada. Hablaban tan rápido que no se distinguían las palabras, parecía un idioma inventado. De repente, pararon en seco y salieron rápidamente de aquel siniestro vehículo. 

Sinceramente, mi primo y yo no entendíamos la película, pero continuamos mirándola, concentrándonos aún más. Los dos hombres entraron por la puerta trasera de un edificio. Todo estaba oscuro. No se veía nada por ningún lado. Había momentos que hasta los hombres se perdían de vista. Se escuchaba el sonido de puertas que continuamente se estaban abriendo y cerrando. Los dos personajes iban pasando salas. De una sala a otra todo cambió. Ahora se veía perfectamente donde se encontraban. Estaban en una especie de escaleras de emergencia. Empezaban a subir y a subir y a subir. Se veía que pasaban el primer, el segundo y el tercer piso, pero en el cuarto pararon. Buscaron una puerta específica y la tiraron abajo. Era la puerta de un piso, de un piso normal. Se sentaron frente a un televisor que había en un pequeño salón y se quitaron los pasamontañas. Cogieron una cinta que estaba cerca suyo y la pusieron en el reproductor de discos, después de soplarla repetidas veces. La cámara que los enfocaba giró y, al verles las caras, ¡vimos que éramos nosotros mismos!

RUBÉN GARCÍA FERNÁNDEZ

3º ESO B